El gallego es el único lenguaje que en lugar de utilizar la realidad como referencia, usa el propio lenguaje como centro de su discurso. Sobre él gira, de espaldas a las cosas, con espurias intenciones. Cuando el gallego habla no se refiere a la realidad, sino que actúa sobre el mismo lenguaje y sobre las posibilidades metalingüísticas que su idioma le presta y que él aprovecha con el único fin de escabullirse, dando la sensación de que se aleja, y así, en esa operación de despiste, desentrañar los propósitos del otro, bajo sospecha desde el principio. Es decir, no utiliza el lenguaje como medio de comunicación, sino como método de inquisición. Y para hacerlo, en definitiva, el gallego no habla de las cosas, habla del otro posible significado de lo que esta diciendo, pone en marcha un juego de dobles significados que no aclara en absoluto, por lo que podría estar hablando de lo que parece o de cualquier otra cosa; demuestra ser un experto anfibólogo. Con esta ambigüedad consigue sonsacar de su interlocutor la información que él cree necesaria para descubrir las verdaderas (malas) pretensiones del otro, porque el otro siempre, para un gallego, oculta algo. Así la comunicación se convierte en un juego de esgrima en lugar de un mero intercambio de opiniones. Insinúa, con lo que dice, que sabe algo sobre ti para averiguar lo que tu realmente sabes de él.
Parece que habla de algo pero, en realidad, es una trampa dialéctica escondida en el lenguaje lo que despliega, y nada más. Reflexiona en todo momento –en el sentido óptico– sobre el otro posible significado diferente de lo que dice, así refracta los significados, desposee al significante, y de esta manera no podemos asegurar donde se encuentra en realidad, y que valor tiene lo que dice. Se podría decir que sus expresiones premeditadamente están vacías, pero revestidas de materia reflectante, de una capa de retórica confusa, y así funcionan como aparatos a-significantes que, en virtud de esta cualidad de reflejar todo lo que les rodea, nos confunde, porque aparentan querer decir algo; este desconcierto es lo que aprovechan. Lo que se refleja se vislumbra, pero no se ve.
Por lo tanto cuando el gallego se comunica no nos transmite nada de lo que sucede, no hay datos nuevos en su discurso, la realidad no aparece plasmada, sólo descubrimos un conjunto de posibles significados y de dobles significados también, aparentemente concretos, al menos para él, pero realmente confusos, incluso para él mismo. Lo importante no es lo que hay, la realidad, sino lo que planea el otro sobre ella, y el lenguaje le sirve para descubrir esos supuestos perversos planes –porque el gallego es un experto en pensar mal de los demás– y para camuflar los suyos. ¿Cómo habrá sido el ambiente en el que se ha desarrollado Galicia para dar un tipo humano tan desconfiado, un individuo tan cativo?.
No es un lenguaje descriptivo, el gallego, sino un metalenguaje inquisitivo, repleto de suposiciones de lo que pretende el otro, un complejo de sospechas, argüido desde una atalaya mal intencionada, rodeada de vericuetos de dobles encrucijadas, de vías que se bifurcan, que empujan hacia el despiste; armas de su estrategia. ¿Qué camino nos propone su dialéctica? Sólo dibuja encrucijadas donde chanta confusos cruceiros sin ninguna indicación. ¿Dice esto o lo contrario? Sólo dice ambigüedades donde siembra confusiones; mientras te paras a pensarlo, te adelanta.
Lo que nos cuenta un gallego nunca nos sirve para saber qué sucede o qué existe o por dónde debemos seguir, sólo nos transmitirá la sensación inquietante de que pasa algo que se nos escapa, con el fin de que se nos vaya la lengua en esa intranquilidad. El gallego gasta gran parte de sus energías en dar a entender que hay algo a lo que se refiere, que realmente habla de algo, cuando ni el mismo sabe de qué carallo está hablando. Ahora bien, entre ellos se entienden, o creen entenderse, porque es el más absoluto y hermético galimatías una conversación entre dos gallegos. Esto lo constata cualquier otro español que los escuche, porque escucharlos no implica entenderlos, por mucho que uno se esfuerce. Este sería el gran descubrimiento del siglo para los gallegos: cuando dialogan dos gallegos lo cierto es que no están hablando de lo mismo, cada uno va a su rollo y no lo saben, creen que establecen una conversación cuando en realidad escenifican un desacuerdo, una confusión perpetrada por dos ignorantes de esa divagación autista. Habla cada uno de una cosa diferente y lo desconocen.
El gallego no reconoce ni utiliza las frases afirmativas, sólo conoce frases que proponen otro significado ambiguo que uno tiene que averiguar qué querrá decir.1 Utiliza las palabras con un significado supuesto que nada tiene que ver con la realidad, con su verdadero significante. De repente cualquier palabra adquiere cualquier significado. Y la utiliza para insinuar algo que, por algún motivo, deberíamos saber de qué se trata,2 pero esto es únicamente una treta pertreñada para que soltemos todos los detalles que él cree que le estamos intentando ocultar con algún subrepticio fin.
Haciéndonos creer que sabe de qué está hablando, él mismo se convence de que habla de algo. Las frases que elabora son un anzuelo diseñado para dar el mínimo de información y sacar el máximo de datos.3 Por eso contesta siempre con una pregunta,4 su hermetismo es infranqueable. No nos dirá nada, no utiliza el lenguaje para comunicarse sino para sonsacar todo lo que sabemos, en la medida de lo posible, intentando evitar cualquier delación por su parte, como si estuviese en guerra. Demuestra con esto su paupérrimo sentido de la realidad.
Una de las expresiones formales de esta estrategia es la retranca, no como muestra de un autóctono sentido del humor, según la interpretación más común, sino entendida como un incontrovertido síntoma de una mala hostia fenomenal, que se dirige hacia el objetivo más cercano, incluido él mismo como diana de su desatado mal rollo. El autonoxo –y no la morriña– sería entonces el verdadero sentimiento autóctono, propio, auténtico del gallego; practicado como costumbre, ecuménico como la gaita, y finalmente devenido necesidad. La retranca, lejos de ser una muestra de fina ironía, es síntoma de no soportarse ni a uno mismo, que en una operación de distracción y desahogo utiliza al otro como blanco de su mala hostia, camuflada bajo el disfraz tópico del sarcasmo gallego, supuesta muestra de fina inteligencia.
Otro ejemplo de oblicuidad de comportamiento lo podemos observar en un conocido pero mal interpretado tópico. Cuando un gallego se encuentra en la mitad de una escalera se supone que no sabe si sube o si baja, esta famosa vacilación, este titubeo que el gallego experimenta, es una suposición del resto de los españoles, una leyenda urbana. Él sin duda lo sabe, nunca ha tenido la mínima indecisión, la menor incertidumbre, conoce la dirección a la que se dirige; otro cosa es la información que quiera dar a los demás. Si sube lo sabe, si baja lo sabe, jamás lo ha dudado, pero prefiere fomentar este tópico para ocultar a donde va realmente. No lo ignora, simplemente lo calla.
Caracterológicamente el gallego es un desconfiado tipo, que se agazapa en el lenguaje, con la insana esperanza de aprovecharse de las circunstancias; o bien, en el dialogo, medirse con uno de su calaña para ver de qué pie cojea el otro, esconder del que cojea él, y esperar a ver quién de los dos cae primero. Es el entorno el factor constituyente de este carácter. La sinuosidad de las curvas del paisaje de Galicia fomenta la desconfianza en el gallego, de la misma manera que la llanura mesetaria ha hecho del castellano un hombre directo y austero. El gallego desconfía porque nunca sabe que puede esconder el otro lado de una loma, desconoce que pueda haber tras esa curva, y toma sus precauciones. Curvas y rías son el mismo vericueto en distinto medio. El castellano es directo y se comunica sin ambages, porque cuando se encuentra con alguien en realidad ya lo lleva observando desde hace veinte minutos, no es para él una sorpresa, ni una amenaza. Cuando se juntan dos castellanos ya están aburridos el uno del otro. Una emboscada en una planicie es inviable. El gallego, cuando se comunica espera siempre un asalto, el gallego es un idioma de trincheras, y de malas argucias de francotirador. Siempre parapetado.
El gallego es un idioma que utiliza una gramática manipulada para la contienda, una sintaxis forzada en el enfrentamiento, y unos giros lingüísticos revirados hacia la guerra sucia. Todo un metalenguaje adaptado para una realidad bélica, adversa y depredadora; que, creyendo que se defiende en un medio de estas características, realmente lo está creando, fijando y perpetuando. Este tipo de lenguaje en lugar de ser una defensa es un verdadero arma de ataque. Este tipo de lenguaje no se defiende de una realidad perversa sino que la crea.5 Y una vez creada esta realidad beligerante, cualquiera es susceptible de ser un enemigo. Dios los ampare.
1 Por ejemplo: Uno se atreve a hacer una afirmación –lo cual en este país resulta una heroicidad– entonces el gallego te pregunta: ¿y quien lo dice?, a lo que uno sólo puede añadir ya titubeando, pues lo digo yo. Entonces él dice: Ay, lo dices tú. Pausa. Si lo dices tú... La formula se despliega así: primero, y quien lo dice, nos hace tener que esforzarnos en buscar una autoría capacitada, es decir, esta dudando, sin decirlo, de lo que afirmamos y de nuestra autoridad. Después añade, lo dices tú, lo cual ya sabia desde el principio; aquí definitivamente desvela su desconfianza aún agazapada, no directamente planteada. Y finalmente, por último dice, ay si lo dices tú, que podría parecer que nos reconoce cierta validez de criterio, parece que nos constata como fuente válida, ay si lo dices tú te creo; pero es todo lo contrario, te esta diciendo, o sea, ¿es eso con todo lo que puedes avalar tu afirmación? ¿contigo mismo?. Es esta una total desacreditación de la persona, que en realidad lo que quiere dinamitar es la posibilidad de afirmar, de afirmar cualquier cosa. Por este método nunca podrá ser rebatido, el gallego utiliza este vericueto lingüístico para que resulte imposible llevarle la contraria, y de paso anula cualquier posibilidad dialéctica, afirmativa, y destruye el lenguaje como método referencial hacia la realidad, como método discursivo. O sea, es un verdadero flipado hábil y escurridizo, y un prestidigitador engañoso que nos embauca hacia su terreno, con lo fácil que seria decir, no estoy de acuerdo con lo que dices, yo pienso esto... Pero el problema es que él no piensa nada, porque para pensar hay que afirmar y esto le resulta imposible. Pensar le es imposible, su lenguaje autoreferencial y su cobardía autocomplacida se lo impiden.
2 Por ejemplo: Quiere insinuar algo que a mí, lo juro, se me escapa y por lo que yo sospecho, a ellos también, o alguna vez lo supieron como raza y los siglos lo han borrado. Si yo digo: me alcanzas ese paraguas, el gallego contesta: bo parajuas estas ti feito. Pone en marcha una metonimia extraña sin una función determinada, donde cambia el sujeto por el objeto directo con un fin que, lo vuelvo a confesar, se me escapa totalmente. Bo totalmente estas ti feito... ¡Que carallo están insinuando, por dios!
3 Por ejemplo: Si Un gallego quiere saber donde has estado el fin de semana te dirá: ¿y luego, llovió mucho en Coruña?, en lugar de decir: ¿has estado en Coruña este fin de semana?.
4 Por ejemplo: Pero si tú le preguntas: ¿has estado en Coruña este fin de semana?, él te responde: ¿y luego tu no fuiste?. Sabe de sobra que la retórica permite contestar con una pregunta a otra pregunta, pero no admite contestar con una pregunta a otra pregunta que sea contestación de una tercera, por lo tanto uno se ve obligado a contestar y quedarse sin respuesta a su pregunta inicial. Así consigue su propósito; sacar información sin dialogar en absoluto. Te ha ganado de mano, piensa él; en realidad se ha quedado más solo de lo que estaba.
5 Pensar en estas circunstancias es virtualmente imposible. Galicia no es país para pensar, es país para llevar la contraria y para comer pulpo, o incluso para comer pulpo a la vez que se lleva la contraria.