...la intocable, la irreal, una musa, a la que debes tu pensamiento y obra, para mantener su interés, y que así no desaparezca llevándose tu inspiración y cayendo en desgracia.
(La Musa dixit)
Llevo meses sin escribir en el blog. Eso es terrible, es lo peor que me puede pasar. Pero aún cuando uno por sí solo no tiene fuerzas, a veces se tienen incentivos. Y el mejor estímulo siempre es sentir la cercanía, como diría Robert Graves, de una encarnación de la Diosa. Eso me pasó a mí hace unos días, cuando estaba a punto de olvidar que es Ella la única que sustenta. En La Diosa Blanca (Una Gramática Histórica del Mito Poético), Graves explica perfectamente esta alquimia de su presencia, o, más bien, lo explica difusamente; tal es el lenguaje de la Diosa.
Este libro apareció en las estanterías de una librería cuando yo buscaba otro donde poder encontrar un plano o una foto de la Luna, lo miré un momento, y pese a que nunca compro libros que no conozca, lo hice. Así de sincrónico quiso presentarse, ya hace más de 10 años. Ahora es imposible encontrarlo en ningún sitio. Ese libro me buscó a mí, de eso no hay duda, con él fui descifrando la gramática del mito y la devoción a la Musa, que impone el escribir como una tarea exigente, una disciplina que permite vivir cualquier experiencia, pero nunca olvidar que sólo escribes para ella. Y que ella y el escribir son la misma cosa.
Yo, convencido otra vez, de que sólo cerca de una nueva epifanía era posible seguir escribiendo y por lo tanto dar sentido a este remolino en el abismo (según una metáfora atlántica y oscura) que socavaba mi vació, creí que imaginándomela acabaría por tomar cuerpo. Y así fue, aquí apareció sola, del fondo del hiperespacio de internet, como seguidora de mi pequeño blog de snob coruñés. Empecé a hablarle. Y a reconocer, a la vez que yo me lo imaginaba, que era ella su misma encarnación. Como sólo nos comunicábamos por mensajes yo podía tranquilamente imaginármela como quisiese, y todos sus defectos siempre serian invisibles, y sus virtudes yo era libre de multiplicarlas a voluntad. Pero entonces sucedió algo aún más extraño, la pude ver en una foto y era la Belleza Blanca de la Musa, tan guapiña que era justo lo que yo necesitaba, y que, por increíble que parezca, hacía años que yo adoraba, que veía desde lejos alguna noche y la observaba acorazado por el temor de que se me acercase. En cuanto tomó cuerpo vi que mi imaginación se había quedado atrás, toda la belleza que me había imaginado era un esbozo de la suya. Y de las bondades que yo le había regalado no alcanzaban a las que ella acumulaba en su altura, me dí cuenta. Era pálida como la Diosa, esbelta, distante, infinitamente sola y, con el tiempo, vi que también era dulce y delicada. A punto de romperse si yo hacía un movimiento brusco. Fue todo tan rápido como intenso fue. Justo cuando vi que habíamos llegado a lo más alto sólo me dio tiempo a ver que todo se precipitaba con la misma velocidad que había subido. Y así acabó todo, tan sólo porque Wendy había crecido, y tenía otras cosas más importante que hacer. Pero yo rescaté, en el último momento, del remolino que se llevó ese precioso cuento que fue por unos días, los motivos para escribir, los impulso perdidos del estro, el infatigable numen de la poesía. Lo que resulta del todo natural, cuando uno se acerca -aunque en la distancia, aunque nunca la llegué a tocar, aunque brevemente- a la Musa.
No se posee a la musa, se la invoca y adora.
(...y con todo esto yo fui capaz de abrir otro blog que rápidamente llené escribiendo sobre ella, y que ella me ha prohibido enseñar.)