Cáspita!

¡Cáspita!

IN LITERA IN PECTORE

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De Filippo Tommaso Marinetti la rotundidad enérgica al afirmar. La idea de velocidad como épica. Y la épica del holocausto. Y el pequeño holocausto programado y diseñado para una noche en el teatro, que a de acabar alegremente a bofetadas. El haber sido el primero con la imaginación proyectiva suficiente para haber inventado, él solo, todo el arte moderno. Y las dobles letras de su nombre, como si fuesen una clave, con la que dar ordenes a la vanguardia.


De Poe la extraña capacidad de ver en algunas cosas los rasgos de Ligeia, de ver la belleza misma, idealizada y encarnada a la vez, compartiendo el mismo cuerpo. Reconocer en una curva, en un ligero contorno de un objeto, un pómulo, una inclinación ligera de un rasgo de su ideal femenino, (como yo con Elba). Sufrir la obsesión absoluta de las formas. Sentir la firme dinastía de las variantes de su belleza, como imperativos tortuosos que dominan despóticamente cada instante de mi vida, con la orden indiscutible que me exige: admira, busca, depende, susténtate... de su belleza; para vivir a partir de ahí, no como un hombre, como un puro alucinado. Para él fue Ligeia, para mí es Elba.


De Francis Bacon la misma percepción extraña y productiva en la resaca. Y a veces, en ese estado, acercarse a misterios que se extienden. Acercarse a entender lo extraño de todas las cosas por lo extraño de las cosas que se muestran en alguna resaca.


De Baudelaire la desprejuiciada e inocente mirada sobre las cosas. Y la especial simpatía por De Quincey. El mismo desastre que nos ronda. Y ya afásico sólo decía: la luna es bella.


De Borges la elucubración matemática de la literatura. Y la sintaxis aveces compleja. Las enumeraciones dispares. Su manera de ser suave y ser austero.


De Nietzsche la tendencia extrema a la concisión.


De Eratóstenes los pasos sucesivos en el desierto, que midieron 40 mil kilómetros sólo midiendo unos pocos. Su ciencia reflexiva y tranquila, que avanza suave entre los rollos de La Biblioteca.


De Torrente Ballester un paseo en el que me llevó por divagaciones que, cuando parecían más perdidas, retomaban el sentido del camino por donde habíamos comenzado a andar, en los Cantones de La Coruña.


De MacLujan una peculiar imaginación, de la que brota una ciencia enriquecida con dotes fabulosas. Que no he visto en ninguna otra persona, y que es la misma con la que yo he construido todas mis máquinas telépatas. Una ciencia que tuviera accesorios en la fantasía. O una poesía armada con cualidades precisas, con las que diseñar los engranajes con cálculos exactos, para construir Grandes o Pequeños Generadores de Poesía. Y para ello formular la Ciencia exacta de la Metapoyética.


De De Quincey el gusto por la digresión. Y cierta mansedumbre en la cadencia.


De Rimbaud el estigma de la huida en cada primavera. El brote irrefrenable del viaje cuando en el año crece el día. Y la preferencia de que nos perforen de un disparo nuestra mano izquierda, que ambos llevamos marcada. Para con la derecha enarbolar inútiles consignas, que acabarán con nosotros. Y a eso llamarlo escribir.


De Alfred Jarry el juego. La esgrima. Las pistolas. No olvidemos que en su lecho de muerte cuando le preguntaron que es lo último que deseaba, pidió un palillo de dientes. Demostrando así una pulcritud ética, estética, cívica e higiénica en el momento que, realmente, a nadie se le ocurriría reclamar el resolver semejante necesidad, y del que, ciertamente ignoro su verdadera pertinencia. Desconozco hasta que nivel la premura de solucionar este problema se le presentaba a una escala urgentemente ontológica. Lo que lo convierte en el genio que nunca dudé que fuese.


De Josep Pla la tranquila solemnidad de un Gin Tonic por la mañana...


De Dalí cierta voluntad de perfección. El interés por la ciencia. Las tres dimensiones estereoscópicas y el fructífero método paranoico-crítico. Y una satisfecha manera de estar por encima de las cosas. Y, posiblemente, el mismo concepto poético y místico del dinero, que yo tengo. Y, seguramente, la misma certidumbre en la jerarquía monárquica del espíritu. Donde el cuerpo desempeña el último peldaño plebeyo, sobre el que hay que ejercer la máxima tiranía, exigir de él y sus sentidos una devoción y servidumbre absoluta, férreamente disciplinada.


De Buda la ingenua esperanza de sentarse bajo un loto a esperar algo. Y, gracias a no estar de acuerdo con él, ni con sus conclusiones, haber encontrado las pruebas irrefutables para mi teoría que demuestra la incuestionable existencia del alma. Buda fue mi loto.


De Kafka la postración durante días, más o menos desesperado. Y lo peculiar que se vuelve singular. Lo extraño que se domestica irremediablemente. Y la misma relación confusa y enfática con la literatura. (El haber intuido las incipientes tetas de la hermana de Gregorio Samsa, y hacer de eso una costumbre).


De Néstor Luján la fruición con la que tuve la suerte de verlo comer una tortilla de patatas en la televisión. Y el placer, imbricado letra tras letra, en resolver y viajar por todas las contingentes etimologías, y por las necesarias palabras que las albergan.


De Zenón su calidad de incontestable. La pasión científica con la que amó a Parménides. Ser un poeta de las imposibilidades. Descifrar la ciencia a base de sus aporías.


De Piranesi las sombras del laberinto de sus cárceles infinitas, con las que soñarían Baudelaire y De Quincey en una misma noche de amapolas.


De Heráclito la feliz sospecha de que todo puede cambiar, que de hecho irremediablemente ha de cambiar todo.



De Parménides la sospecha final de que todo quedará igual.




2 comentarios:

josé rasero dijo...

Curradísima y sentidísima entrada. Estupenda.

Un saludo.

estíbaliz... dijo...

Mirabilia

Mi Bici

Mi Bici
Bicicleta anarco-fascista, estupendo aparato para pensar.
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LVX.anarcofascista@gmail.com