El siguiente blog tiene por objeto pedir la gracia sacramental de la transubstanciación de las especies eucarísticas. Entendiendo el pensamiento como epifenómeno y el escribir como su hipostasía. Pasma pensar con que sencillez y seguridad se pide aquí un milagro tan estupendo. Además, por si fuera poco, es el único blog que gracias al sistema patentado de rayos Phi, mientras lo lees, te pone moreno.
Cáspita!
COSITA MIA
LAS MÄQUINAS
Mientras mi cabeza no pare de pensar deliciosas aventuras interplanetarias, mientras siempre arguya fantásticos mecanismos para entretenerme, la batalla aún no habrá acabado. Seguiré siendo medio hombre. Porque ser así es que constantemente te suceda algo. Que siempre te pase lo más extraño. Y guardar el equilibrio más delicado entre inocencia y curiosidad. Esto, que puede parecer entretenido, lo es; pero sin embargo no sirve para otras muchas cosas. No sirve, por ejemplo, para ser una persona normal, lo que acaba resultando la mar de incómodo.
Ahora recuerdo que Bea me dijo: Cuando dejes de pensar tanto en ti significará que has madurado. ¡Cuanta razón tenía!
ATARAXIA
POLILUISITANO EXPANDIDO
CONTUMACIA.
La verdad es que si ahora escribo lo hago porque no tengo otra cosa. Y también, lo reconozco, lo hago por adornar mi acabamiento. Por decorar un inútil desastre, que no es más que un simple holocausto de nada, donde uno sólo puede acompañarlo del sonido de larguísimas trompetas apocalípticas –por decirlo pomposamente– para darse alguna importancia.

Y, como sé que todo esto sólo es un truco, una distracción de feria, no es difícil adivinar que es de ahí de donde viene todo lo mal que escribo. De ahí todo el mal oficio, todas las malas metáforas, todas las letras que me miran con despectivas razones. Sé perfectamente que es lo que hay que hacer para escribir bien, y no lo hago. Esto, y todas las demás cosas que no hago, me convierten en una descomunal potencia que vibra pero que no actúa. En términos de física esto se llama energía potencial, que es la misma que poseen las piedras en lo alto de un risco, esas que duran siglos retando al viento, y que sólo en una noche de tormenta, de golpe, despliegan toda su fuerza cinética. Mientras tanto únicamente son un escollo, y su energía es igual a cero. Sólo un viento fuerte, sólo una casualidad podrá desatar una reacción.
Posiblemente lo hago para poner en marcha ese sentido autóctono y tan desarrollado en el gallego: el sentido del autonoxo. Que uniéndolo a una auto-conmiseración cutre, artera, da una imagen de mí que utilizo con el fin de despertar el instinto maternal de alguna desprevenida galeguiña. Para allí habitar su colo y olvidarme de que no sé escribir.
Bulma en MonteAlto.

LA SEDICIÓN DE LAS PALABRAS
CARTA A ESTÍBALIZ
Estibíliz, espero que el tiempo no haya roto el hilo sutil que va desde mi casa hasta la tuya. Espero que siga ahí y que me contestes. Tardé en escribirte no porque no tuviese cosas que contarte sino porque tenía tantas (tantas ideas me sugirió tu carta) que se me escapó el poder sobre ellas y se revelaron todas contra mí. Escribí y escribí notas en una libretita hasta llenarla toda, y quedó tan bonita que no quiso pasar de eso. Ahí te hablaba de bibliotecas, de bibliotecarias, del fuego, del cine, de Saturno, de Carl Sagan, de mi cerebro y de tu cerebro, de Galileo mirando por un telescopio de lentes pulidas por un judío, de nazis, de inventos, constelaciones, de dirigibles, de dos gases nobles, de la primera persona del plural, del nacionalismo, de pilas voltaicas, de rayos hipervoltaicos, de un grupo de acción directa, del arte, de la memoria, y, lo más importante: de Astronáutica y de Futurismo. Y de algunas cosas más que se escapan, a la retaguardia. No es extraño que ésta turba de notas, juntas, sediciosamente, acabasen con todos mis esfuerzos por ordenarlas. Una guerra curiosa. Una guerra de ideas contra quien las crea, de tantas ideas que vencen, que invictas, que traidoras, pudieron conmigo. Pero ahora que lo pienso esto me sucede siempre, constantemente. Mis ideas me pueden. Esto demuestra lo prodigiosas, lo originales, lo irreducibles incluso, que son. Y el poder que tienen de sobrepasarme, de estar por encima de mí. Me veo vestido con el uniforme del Káiser enfrentándome, en la llanura, con este ejército de ingeniosidades del futuro. ¿Quién no sucumbe? ¿Quién capaz de vencer y ordenar? si lo único que llevo es este casco y este ansioso sable. ¡Vencido por una carta! Sólo hay otro género por el que uno puede, en la derrota, ser aún más humillado: sucumbir intentando escribir una receta.
Una vez me pregunté un poco retórica y no poco deplorablemente: “¿Será posible una poética del aburrimiento, el aburrimiento de esta misma poética?” Ahora, a la zaga, me pregunto: Una carta que me ha vencido ha gestado otra carta llena de retórica de la derrota, porque me reconozco vencido por mis ideas, y esta ¿no es una gran idea?. Y en definitiva una carta.
MIL AÑOS
Si así fuese nos moveríamos lentamente o bien a una velocidad normal pero, por muchos incansables pasos que diéramos, y no haríamos otra cosa, la acera de enfrente no se acercaría sino imperceptiblemente lenta. Y, realmente, puede haber sido así. Pero en el año 930 del transito empezamos, cercana la acera, a despedirnos. Bastaron 70 años para olvidarnos los unos de los otros y olvidar, incluso, que habíamos tardado mil años en cruzar la calle.
RELOJES EN LA ARENA
CARTA A ESTÍBALIZ ESPINOSA
Mis abuelos y los hermanos de mi abuela tenían un cine en la Costa de la Muerte. Cada uno desempeñaba una función. Mi abuelo se encargaba de la noble tarea de proyectar las películas, ya casi podemos decir: el viejo oficio de maquinista de cine. Yo siempre subía al primer piso y entraba en la cabina de proyecciones para ver a mi abuelo y todas las cosas que por allí se esparcían, y a la impertérrita máquina. Por el suelo estaba Hollywood, un montón de fotogramas que yo recogía y que luego, con una caja de galletas, una bombilla, cables y lentes, me construía una máquina para verlos. El proyector mostraba cierto aire estilo 1900, y aquella belleza futurista, porque sin duda tenía pretensiones de velocidad, aunque estaba despóticamente soldado al suelo, hacía volar a todo el pueblo. Había manivelas y ruedas y palancas, que mi abuelo manejaba. En el centro se podía ver una ventanita donde todo sucedía. Mi abuelo movía dos manivelas para mantener a una distancia crítica dos electrodos, para mi gusto bastante hipervoltaicos, que producían una luz blanquísima y potentísima. La ventanita tenía los cristales ahumados, casi opacos, de no ser así no podríamos soportar tanta blancura, tanta pureza interior. Cuando se gastaban los electrodos quedaban unas barritas de carbón forradas de cobre, por el suelo había muchas y yo siempre intentaba que me sirviesen para dibujar como carboncillos, pero eran demasiado duras y sólo rallaban, lo que no me impedía probarlo de nuevo cada vez que volvía al cine.

Que no te parezca imposible que recogiesen el proyector en la playa. En la playa, según oí contar a mi abuelo, aparecían cada cierto tiempo cosas dispares y en grandes cantidades, yo mismo fui testigo de montañas de tabaco rubio americano amontonadas a base de rastrillos, tal era la cantidad. También vi playas de cantos rodados pero… ¡de cemento! Y oí hablar de mareas de naranjas. La Costa de la Muerte es también la costa de lo fructífero, de lo múltiple, de lo diverso, de lo inesperado, de lo excesivo. Que no te parezca imposible que el proyector viniese del Nautilus. De haber sido encontrado en la playa ¿de qué otro sitio sino de la sala de proyecciones del capitán Nemo podría provenir? ¡Nadie tira un proyector por la alcantarilla!

Como muestra de lo eterno y generoso del mar (aunque Cunqueiro le diese una antigüedad de sólo 40 años) te puedo contar que de pequeño encontré un reloj en la playa. Parece del todo natural que si de esta costa estas rías, de estas rías estas playas, de estas playas un reloj. Esta es una secuencia muy lógica, si tenemos en cuenta que esta costa que tiene que ver con la muerte, por esto, a la fuerza, tendría que ver con el tiempo. La Costa de la Muerte bien podría llamarse la Costa del Tiempo. Y si el mar es eterno, los relojes también lo parecen. Por eso es normal encontrar relojes en las playas, son su hábitad natural.
Cuando Jodorowsky le pidió a Dalí que interpretase al Emperador de la Galaxia, en su película Dune, Dalí, para ponerlo a prueba le dijo: Yo iba mucho con Picasso por la playa; un día paramos y encontramos un reloj. ¿Ha encontrado usted algún reloj en la playa? Jodorowsky le contestó: No, pero he perdido muchos.
El que yo encontré era un reloj antiguo de bolsillo, con las agujas de oro, que marcaba el tiempo del mar. Como sabes, la luz se ralentiza cuando atraviesa por un liquido, también nosotros nos movemos despacio debajo del agua. El tiempo del mar es un tiempo más lento. Era un reloj de mar y además lunar, porque los ciclos de las aguas, de los líquidos, no se rigen por el sol sino por las mareas, y las mareas por la luna. Quiero decir, retrasaba.
Ahora este reloj forma parte de mi colección de Tres Relojes Antiguos de Bolsillo.
Al final cerraron el cine y vendieron la máquina prodigiosa. Cuando me enteré ya era tarde, les hubiese comprado yo el proyector. Sentí así lo que sintió Méliès ante la negativa de los hermanos Lumière de venderle un cinematógrafo.
¿Qué puede significar llamarse Lumière e inventar el cinematógrafo, que nos quiere contar semejante sincronía?, por llamarlo así. Pero, parece ser un método habitual en los franceses cuando inventan, sino ¿cómo explicar que el inventor de la guillotina ¡se llamase Guillotin!? Si nosotros empleásemos este método tú podrías inventar, para las rosas, las espinas. O un panteísmo de cuño judío. Y podrías pulir con tus manitas lentes que luego utilizaríamos para ver las estrellas.