Cáspita!

¡Cáspita!

ORNAMENTO


(o La Estética de No Hacer Nada)

No sabes lo que me gustaron tus comentarios de Burger King of the Jews (Iesus Nazarenus Rex Burger Iudeorum). Cuando me llamaste estaba en el paseo marítimo, sentado al sol, leyendo el Tratado de la vida elegante, de Balzac. Fantástico este libro, secunda todas mis ideas, parece escrito para apoyar completamente mi forma de pensar. Está repleto de aforismos con los que podría reescribir los Diez Mandamientos. Aborda la encomiable ocupación de no hacer nada, con una entereza moral y un no mirar a atrás, difícil de encontrar hoy en día.
Balzac divide a las personas en tres clases, a saber: el hombre que trabaja (dedicado a la vida ocupada); el hombre que piensa (dedicado a la vida artística); y el hombre que no hace nada (dedicado a la vida elegante).
El hombre que trabaja carece de variantes, da igual a lo que se dedique; es el mismo instrumento aplicado a distintas funciones, la misma herramienta que tan sólo se diferencia por el mango. El hombre que trabaja es un medio y, como medio, se exime de elegir y pierde su libertad. Está sujeto a la ley del mercado. Su vida ocupada no le deja tiempo para observar ni para sacar conclusiones, pero esto le viene bien. Pensar requiere de un reposo al que no se puede dedicar. Para él la realidad existe para ser padecida.
El hombre que piensa, el artista, ha convertido su ocio en su trabajo y su trabajo en un descanso. No está sometido a las leyes; las crea. Tanto como si no tiene nada como si lo gasta todo; tanto si viste de segunda mano como si va a la última moda; tanto si pasea en bicicleta como en carruaje, imprime a las cosas la misma intensidad, se instituye como canon de sí mismo y moldea todo a su imagen. Lo que le rodea queda inmediatamente enriquecido y elevado. Para él la realidad existe para ser transformada.
El hombre que no hace nada se consagra únicamente a la vida elegante. Y la vida elegante, en la más amplia acepción del término, es el arte de alentar el reposo. Es una forma pausada de adornar el tedio. El hombre que no hace nada no necesita trabajar para gastar dinero, y no necesita gastar dinero para diferenciarse. En definitiva; el hombre de la vida elegante sabe disfrutar del lujo sin tener que haberlo trabajado. Para él la realidad existe para ser ornamentada.

Todo este análisis es de una pulcritud ética que sólo se da cuando se miran las cosas desde cierta altura. Y, a mí –que últimamente le daba vueltas a la posibilidad de cambiar, que barruntaba sobre qué debería hacer conmigo mismo– me sirve para reafirmarme en la conclusión a la que había llegado: Como no he hecho nada importante en mi vida he decidido dar un giro radical, y tampoco hacer nada de lo común. Disciplinariamente no hacer nada. Atención, no nos confundamos, no hacer nada en absoluto no es sencillo, es una de las disciplinas más duras a las que uno se puede someter, y que no estoy seguro de poder afrontar. Es decir, no hacer nada nos exige estar alerta para no caer en la tentación de hacer algo de vez en cuando sólo por tener una disculpa para poder justificarse ante los demás. Porque hoy en día no dedicarse a nada, no hacer nada en absoluto, está peor visto que hacer algo malo. Se necesita una disciplina de cuarzo para no caer en la tentación de hacer alguna cosita para escapar de auto-culparse y por huir del juicio de los demás. Se necesita de una firmeza, de una contumacia, digna de mejor causa. Uno debe mantenerse firme y altivo, como si se tratase de una gran causa. Como si a nuestras tropas no las dirigiésemos a las Termópilas, como si no hubiese Pirro diseñado la batalla.1
Yo siempre que pude he sido un gran teórico de no hacer nada. Había escrito un opúsculo, El Noble Arte de Estar Sentado, del que a veces llegué a ser un humilde seguidor. Cuando estaba en mi casa sentado en un sillón y llamaban por teléfono, muchas veces no lo cogía por no interrumpir la loable labor de no hacer nada. No me levantaba, no por cansancio, sino por mantener una unidad de criterio; una constancia en la disciplina de las prioridades. Quedarse sentado en un sillón –por mucho que te acucie un teléfono– por no considerar finalizada la actividad de estar sentado, es de un empaque ético impresionante. Que un desconocido ose interrumpirnos cuando tú has decidido estar sentado y dedicarte únicamente a pensar, es inaceptable. Esta es una manera ciertamente noble de ver las cosas, que denota algún escepticismo, y mucho sentido de la preferencia. Y del deber.

Hoy en día ya no hay nobles, ni siquiera ricos como los de antes, que sabían ejercer de rico. Hoy, desaparecidas las clases del trabajador y del propietario –del que produce para el que consume– sólo queda una clase híbrida: el trabajador-consumidor.2 Los pobres no sólo producen sino que son los mayores consumidores, en realidad el motor del sistema, y los ricos son los que más trabajan; pobres!. El rico del siglo XIX aún sabía disfrutar del rédito sin esfuerzo. Hoy el rico, el empresario, es un estúpido que sólo sabe trabajar, que ya no tiene tiempo para el ocio ni para cultivarse. Al pobre, al trabajador, que antes estaba dedicado únicamente a la producción, hoy se le ha seducido con el consumo y con el ocio como objeto de consumo, y se ha tirado de cabeza a él, y como aún lleva uncidas las bridas del trabajador decimonónico, en el esfuerzo de la caída, de alcanzar esa meta, tira de todo el sistema. Pero no siempre se ha tenido una idea positiva del trabajo.
Todo lo contrario que hoy en día, en Grecia estaba mal visto trabajar. Una jornada normal nunca excedía las seis horas, tres por la mañana, en las que se incluía un paseo por el mercado, y tres por la tarde. De tal manera se despreciaba el trabajo físico (a no ser el del gimnasio, aunque realmente no era trabajo sino disciplina), que se prefería discutir horas sobre un asunto a demostrarlo empíricamente. Cuando Diógenes para refutar las célebres aporías del incontestable Zenón de Elea se puso de pie y caminó, hizo el payaso. Y no tanto por rebatir con un hecho, sino por no saber rebatir con un argumento, según creo yo. No hasta el siglo XVII a Galileo se le ocurrió argumentar con hechos, utilizar lo empírico, e inauguró así la ciencia moderna.3

Cuando yo trabajaba haciendo decorados para el cine, la tele y el teatro, llevado por la reflexión: Ya me parece bastante indigno y humillante trabajar como para encima tener que hacerlo vestido con un mono, iba al trabajo vestido de traje y corbata, y pintaba los decorados, modelaba barro, o lijaba una madera, ritualmente ataviado con pantalón de raya, camisa blanca, ceñido chaleco, americana y corbata, cuando todos los demás vestían como obreros.4

Ya lo dice el tratado de Balzac: la vanidad es el arte de endomingarse todos los días. Y yo soy un vanidoso tipo.5 Creo que parte del spleen que sobrellevo últimamente puede venir de ahí. Desde que me robaron la maleta donde llevaba toda mi ropa ya no puedo endomingarme todos los días, y, yo –que cuando no soy un vanidoso soy un fatuo– no puedo más que estar afectado y triste. Y si bien nunca pude ser un dandy –lo que era mi ilusión– ahora no podré ser ni un dandy decadente, lo cual aún estaba a mi alcance. Y cuando la fatuidad no es adornada con el perifollo, queda inmediatamente devaluada, no es fatuidad ni es nada. Ya nadie me hace caso por la vía de lo pomposo, que era un recurso mío; llamar la atención con algún detalle extravagante, siempre sutil, que actuaba directo al subconsciente. Encandilando tanto a las adolescentes como a los premios Nóbel.6
Pero todo esto me plantea un problema: ¿cómo ser un dandy, ni siquiera un dandy decadente –que en realidad es una forma estetizante de mi fracaso– sin toda mi ropita preferida?7
Borges decía que Wilde era un caballero dedicado a la pobre pretensión de asombrar con metáforas y con corbatas. A mí, sin mi ajuar, sólo me quedan las metáforas y tendré que desechar mi ilustre propósito de no hacer nada, de dedicarme a la vida petulante, y debo optar por la vida del hombre que piensa, aunque sólo sea porque, según Balzac: Un artista vive como quiere... o como puede.
Todo es cuestión de ornamento, y si resulta peregrino atarse una metáfora al cuello peor es intentar dialogar con una simple corbata, pero como de algo hay que adornarse, y ya que no puedo sorprender con mi ajuar de seda con rositas rococó, me dedicaré a asombrar con metáforas, a seducir por medios subrepticios, a posar como si fuese inteligente. Y desfilar –destituido de mi vestuario– con el regio traje invisible que portaré arrogante –como si todos lo viesen– con boato de estilista. Ya que no alcanzo mi ideal de llegar a lo que más deseaba: ser sinecurista –honorable ocupación– cambio de objetivo y me dedico, con un empeño porcino y algo jesuítico, a lo único que no sé hacer: escribir.
Es lo único que quiero hacer, y como todo lo demás que necesito es gratis: la biblioteca, internet, hasta comer es gratis; no tengo que preocuparme por nada. Sólo quizás por el remolino que gira dentro de mí que no parece adaptarse al clima. El remolino en el abismo, según una metáfora atlántica y oscura. Por lo demás...
La ciudad esta llena de bibliotecas repletas de libros que puedo leer8 donde también tienen internet; y comer –que es sólo una incomodidad ineludible más– la cubro gracias a la bondad de Dios. Ahora, si dios fuese más bondadoso, me habría creado sin estómago.9 Lástima que Cristo cuando habló de dar de comer al hambriento y de beber al sediento no mencionase para nada el servicio a domicilio (que yo sepa). De ser así el cristianismo sería perfecto y yo no tendría que dejar de escribir de vez en cuando para eliminar esa acuciante sensación.10 Pero Cristo, como yo supuse en Burger King of the Jews (Iesus Nazarenus Rex Burger Iudeorum). nunca trabajó en un fast food, y sin embargo Dios sí se permitió la molestia de crearme con estómago.

Y no sólo con estómago, sino con la incomprensible necesidad de que me quieran; que acabó convirtiéndose en una de mis mayores preocupaciones y en una gran molestia. Me preguntaba: y cómo haré yo para librarme de esta necesidad. Sólo se me ocurre cultivar mi personalidad hasta el extremo, se me ocurre extremar el adorno; y la mejor manera de adornarme, la más accesible desde mi posición de ahora, es escribir y no hacer nada; y de todo esto ser un contumaz defensor. Entonces el ornamento ya no enriquece la función sino que se convierte en ella. Se diluye la diferencia entre capricho y necesidad. Porque todo lo que deseo es lo que necesito. Ahora bien, el adorno ya no es, como antes, una camisa de seda negra, ni mis poses autodestructivas, sino el esfuerzo por darme todos mis caprichos, el capricho absolutista de concederme el privilegio de ser yo el único objeto digno de mi estudio; al lado de la torre de Hércules volverme de marfil yo también. Como Hölderlin en su torre, en la mía destilar oro. En esa altura extremando mi personalidad hasta el paroxismo –además de correr un peligro infinito– la convierto en mi única devoción, necesitando muy poco todo lo demás. Porque todo lo que necesito es lo que deseo. Y nada que no acreciente mi particularidad realmente lo deseo, o al menos esto me propongo. Y así, yo, envestido de hierofante criso-elefantino, escenifico esta transustanciación. Menuda papeleta.
Ritualizo el no hacer nada –sólo pensar– y presumir de ello, en una misma eucarística operación, para que de ella surja el acto de escribir como su hipostasía.

¿Quién hoy en día se para en seco y decide no hacer nada, sólo escribir, y se queda tan ancho?. ¿Quién se atreve a hacer un apostolado de la quietud con tanta desfachatez?. O un auténtico descerebrado o un desviado típico. Yo, además, soy un aprendiz de moralista atrapado en el cuerpo de un coruñés. Lo cual no es poco. Y lo único que hago es armar un entramado estetizante con los fragmentos torpes que se desprenden cuando gira el colosal desastre en el que me he convertido. Lo cual no es menos.

Todo esto me convierte en un offside. En algo raro hasta para los repartidores de pizza. Es probable que nadie lleve una vida tan anárquica y tan disciplinada a la vez. Pero nunca se me podrá reprochar el hacer algo mal porque nunca he hecho nada, salvo ajustar textos hasta que funcionan como perfectos mecanismos silenciosos, de mensajes estridentes y extraños, que actúan como máquinas telépatas. Sólo se me puede acusar de cultivar una fecunda inutilidad, de valer para cualquier cosa y hacer exactamente nada. El chaval está desaprovechado, cierto. Pero el chaval, aunque no entienda nada de lo que pasa, chana. Y el que chana –aunque se equivoque– conoce el secreto.
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la `patafísica es la ciencia
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1 Y si alguien me afea la conducta por no hacer nada, o por llevar esta vida ociosa, no se lo tendré en cuenta. Y pensaré sotto voce: ¿Pero no es acaso el ideal de todos vosotros: el reposo, no hacer nada, o en cualquier caso dedicarse a lo que a uno le gusta sin ninguna otra preocupación? ¿No trabajáis once meses para hacer estas cosas sólo uno?. Pues a eso me dedico yo. Sé disfrutar del reposo sin pasar por la molestia previa del esfuerzo y del cansancio. Es una virtud y es un atajo. Si la gente sigue protestando por esto, me empujan a pensar que les mueve la envidia.
2 Marx estaría flipado. Nunca pudo imaginar que se disolverían las clases por la vía tibia de la fusión. Si levantase la cabeza se quedaría sorprendido de lo que consiguió el trabajador en esta sociedad capitalista, mucho más de lo que él esperaba de su paraíso socialista. Desde que existen los Cadena-Cien ya no es posible la revolución ¿Quién quiere tomar la Bastilla si cualquier deseo se sacia con 60 céntimos? ¿Para qué asaltar el Palacio de Invierno, con el frío que hace?.
3 De esta confianza en el experimento nace el positivismo en la ciencia y el espíritu queda desplazado, confinado al ámbito de la mecánica, o lo que es lo mismo, a un erial en el que morirá por inanición, dando sus últimos suspiros a finales del siglo XIX. El objeto se subleva contra el hombre, comienza la batalla Ciencia-Poesía, Tecnología-Espíritu, Máquina-Fetiche. Baudelaire se da perfecta cuenta de que se ha iniciado este proceso, es el primero en sospechar este holocausto, en intuir la estética post-industrial y la moral de rebaño que se avecinaban. Es, por esto, el primer poeta moderno, el primero, precisamente por esto, en estar herido de muerte; que es como mejor se escribe. Vendrán todos después de él, los que de la poesía sólo podrán encarnar su malditismo, el estigma social de ser hombres fuera de época, pues ha llegado la Era de los Mercaderes. La revolución industrial fue acorralando al poeta, disipando el espíritu, en la medida que estos mercaderes industrializaban sectores, destruyendo el fetiche artesano en favor de la máquina-objeto. Uno de los artificios más misteriosos y anómalos que podemos observar es un autómata; justamente por esa unión monstruosa entre máquina y alma, que se intensifica hasta el pavor cuando nos miran con sus ojos mecánicos. Ruskin fue de los pocos que creían poder conciliar el espíritu con la maquina; y proponía dar forma a las locomotoras de furiosos dragones, disfrazar a la máquina de vapor de animal fantástico, el progreso de ornamento, dar vida al objeto. Y por un segundo nos pareció vislumbrar una unión posible cuando el Modernismo, en algún momento del siglo, tomó la arquitectura y embelleció a la máquina, que emergió ante nuestros ojos con las formas del Nautilus.
La máquina aún no estaba independizada de la artesanía, ni siquiera tenía constituida su entidad (aún tendría que llegar Filippo Tommaso Marinetti para sacralizarla, o
Duchamp para entronizarla, antes de que se vaciase del todo), así que se travestía con las formas del arte. Pero cuando se independiza utilizó la ropa más barata, se olvidó de adornarse, con el fin de bajar costes para que hasta el trabajador pudiese consumirla. Los mercaderes –que estaban ganando la batalla y cada vez profanaban nuevos templos– habían puesto de saldo el mundo, por lo que se creían eximidos de envolverlo con papel de regalo. En definitiva, la forma ha olvidado su deber de adornar el fondo, el mundo estaba siendo desacralizado, ya no es lugar para el poeta. Pregúntenle a Ford cuánto espíritu cabe inculcar en una cadena de montaje.
Pero este tema –valga la digresión– es para hablarlo en otro sitio, donde me gustaría interpretar el final del siglo XIX como una contienda estética que se perdió contra el filisteísmo que se extenderá por el nuevo siglo bajo la consigna deprimente y arrasadora del progreso; ese animal domestico que se viste de tecnología en el funeral del espíritu; donde suenan las campanadas que marcan el comienzo del tiempo insano en el que se escindirán fondo y forma. El tiempo –como diría Rimbaud al oido de Henry Miller– de los asesinos. (Dicho sea de paso, los tiempos donde acabaría el asesinato considerado como una de las Bellas Artes, según pronostica De Quincey en la misma ciudad en la que The Ripper inventa al asesino moderno, el asesino en serie, que es un nuevo tipo de artista que como no puede desarrollarse en el arte de lo creativo, convierte la destrucción en un arte). Es decir, para el caso que tratamos aquí, la época en la que el ornamento pierde el derecho de enriquecer la función.

4 En realidad iba a trabajar vestido normal –dentro de mi natural extravagancia– y allí me cambiaba mientras los demás se ponían su ropa de trabajo. Así y todo, cuando cerraron, fui el último del que prescindieron.
5 Por eso me engalanaba todos los días para trabajar, por eso y por dejar constancia del rollo que es trabajar y lo muy por encima que yo estaba de eso. Nunca canto mientras trabajo, es de pazguatos, si alguna vez lo hacía era por entonar: ...es una lata el trabajar, todos los días te tienes que levantar... Magnifica canción de la que se colige que no es estrictamente necesario levantarse de la cama todos los días; sabia conclusión.
6 En una ocasión fui a oír una conferencia de un premio Nóbel negro, en Santiago (Wole Soyinka). Cuando acabó el acto, alrededor del premio Nóbel se juntó todo un grupo de literatos gallegos, por allí andaba Ferrín, brillante como si lo hubiesen encerado. Entonces el negro se levanta y apartando a todos los escritores que lo rodeaban se dirige hacía mí y me pregunta: Are you also a writer?. Que olfato de negro tenía ese Nóbel, quiero pensar.
Las adolescentes del Femenino me llamaban, sin yo saberlo y sin siquiera conocerme: El guapo del Borrazas (cuando el Borrazas aún no era cónclave de decadentismo); o, las más imaginativas: El niño artista. Tú no me conocías entonces, ahora mi toilette se reduce a una ducha de agua fría, cuando antes no salía de casa sin pintarme la raya de los ojos de negro-chapapote, o sin calcular algún detalle que se insinuase con sutil estridencia. Practicaba un colorido dandismo atlántico pre-decadente, con ínfulas de no hacer nada y de entender menos.

7 La mitad de mi ropa me la compraba Yolanda, era un entretenimiento suyo. Hablando de Yolanda; yo siempre diré –tengo que reconocerlo– que estar con ella valió la pena en el fondo ...de armario.
8 Menos las del ayuntamiento. Que fui a preguntar el otro día por el carné, que hacía años que no utilizaba, y me dijeron que yo estaba proscrito hasta el 2050. Les pregunté: ¿Y cuanto falta?. A lo que unas adolescentes que estaban a mi espalda echaron una risita de adolescente, encantadora. Sólo por escucharlas valió la pena tener que esperar 41 años.
9 Diógenes, cuando le llamaban la atención por vareársela en la plaza publica, decía: Ojalá pudiese quitarme el hambre con un simple masaje en el estomago. Para Diógenes la concupiscencia era sólo una perdida de tiempo, un estorbo del que estaría contento con deshacerse de él.
10
Cuando escribo, cualquier otra cosa me resulta un estorbo. Y mi horario se vuelve bastante regular.

5 comentarios:

Julia dijo...

Tu mercuriosa vileza agrede la honradez del insensato. Me ha encantado leer tu escrito.

Be dijo...

¿Me podrías dejar ese libro de Balzac? No me aparece en el catálogo de bibliotecas y me parece interesante.
¿Qué clase de persona -según ese criterio, puestos a etiquetarse- consideras que soy? No pienses mal, no me importa una mierda lo que piensen, me importa cómo piensas, que es distinto.
Tienes una gran capacidad para escribir que desconocía, en serio, me reconforta leerte, pero no por cumplir, si no porque me deja a gusto.
La tuya es una vida digna, eso es indudable.
Es la segunda vez que te veo nombrar a Baudelaire, así que creo que es menester decirte que Las flores del mal como obra completa de él y en edición bilingüe es mi libro de cabecera.
¿Que qué más? Que este texto me deja la sensación agridulce de una introdución a tu ópera prima o de la carta que se leería tras tu muerte, cosa que, a falta de otra palabra, es bonita.

PS: ¿Qué quieres decir exactamente con filisteísmo?

LVX dijo...

El “Tratado de la vida elegante” viene en el libro “El Dandismo”, donde también hablan sobre este tema Baudelaire y Barbey d´Aurevilly. Por eso tendrías que buscarlo por este título, porque no creo que haya otra edición en español que esta, de 1974. Habría que mirar en el catálogo del ISBN (www.mcu.es/comun/bases/isbn/ISBN.html) que es donde están todos los libros que se han editado en españa. Si te fijas todos los libros vienen con estas siglas seguidas de un número, es el carnet de identidad del libro, el número en este catalogo. Pero no lo encontraras en las bibliotecas municipales, ya miré yo. Yo no lo tengo, lo cogí en el Rosalía, en la biblioteca de la diputación (www.dicoruna.es/biblioteca/catalogo/dc1spa.htm), creo que esta biblioteca es mejor que todas las del ayuntamiento juntas, también está bien la de Elviña, Gonzalez Garces. Si no eres socia del Rosalía te lo cojo yo, te dan 15 días prorrogables otros 15, pero se lee rápido. Cuando lo leas ten en cuenta que está escrito después de la Revolución Francesa, en la época en la que aun existía la aristocracia, y las clases sociales estaban diferenciadas.


El que divide a las personas en esos dos tipos es Balzac, aunque en la explicación de los tipos yo aporto de mi propia cosecha. Supongo que tú te acercas más a la segunda.


Respecto a mi tipo de vida, mejor es un tema para dejar a un lado...


No recuerdo donde hablo de filisteismo. Los filisteos, aparte de ser una tribu antigua, son ciertas personas enemigas de la cultura y las artes, pero, según yo lo entiendo, no están expresamente en contra de la cultura, sino que, haciendo ver que les gusta y son gente culta, en realidad son vulgares y no tienen ni idea de lo que es el arte. Sin embargo les guste presumir de ser entendidos. Se pueden definir como grandilocuentes seguidores de la cultura de moral pequeñoburguesa, lo contrario de un diletante. Gran parte del mundillo cultural serian realmente de esta clase de gente, incluso demasiados artistas y entendidos pertenecen a esta tribu moderna.


No sabes que ilusiona me ha hecho tener un seguidor.

Be dijo...

Pues gracias por la explicación.
Si lo hay en la biblioteca del Rosalía me acercaré y así aprovecho y me hago socia, que supongo que dure lo que dure en esta ciudad me será útil :)
Y un placer que te haga ilusión, porque yo me lo paso pipa, me encantaría poder ser editora y tirarme toda mi vida leyendo cosas y pudiendo comentárselas a los escritores, aunque me temo que no serían tan "x" como tú.
(Esa X, obvio, no es peyorativa, pero o aún no he encontrado la palabra, o no existe.)

Anónimo dijo...

*ERES*

Mi Bici

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